No hay más cielo que esta tierra





Luego de mi reciente obsesión con Javier Marías, particularmente con su novela “Tu rostro mañana”, estuve leyendo una pequeña entrevista que le hizo Michel Braudeau, titulada “A propósito de un tal Javier Marías”. Allí encontré unas palabras bastante sorprendentes relacionadas con los inicios en la escritura del autor. Decía Javier que desde que tenía alrededor de unos trece años se había aficionado por la literatura de mosqueteros y de aventuras de jungla, y que llegó un punto en el cual no tenía acceso a más novelas de ese estilo. Fue allí cuando sintió la necesidad de escribir no los cuentos que quería escribir, sino los que le gustaría leer. Me pareció bastante fecunda esta idea, porque en el fondo permite virar la idea de escribirle a un otro cualquiera para concentrar la atención en qué le gustaría leer a uno.

Siguiendo esa invitación, este cuento, entonces, no es uno que me haya gustado escribir particularmente, pero sí uno que me hubiera gustado leer antes de tener que haberlo escrito.

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No hay más cielo que esta tierra


Enrique escuchó de lejos cómo se abrían las puertas del ascensor, y luego el traqueteo de los metales abriéndose paso hasta llegar a su apartamento. En algún momento llegó a pensar que habían acabado de traer a Luis Miguel, pero el caminador de David presentaba desde hace algunas semanas un cascabeleo inconfundible cada vez que lo levantaba con esfuerzo para adelantarlo apenas unos centímetros más allá de sus pies.  Sentado en su silla de rueda, giró la cabeza hacia la puerta con  la dificultad propia de su edad y comprobó con el sólo ver las puntas agudas de los zapatos, que era David quien había llegado. Detrás de él, hermosa y rebosante de juventud, lo empujaba con una sonrisa taciturna su enfermera Manuela.

David apenas alzó la cabeza para saludar a su amigo de toda la vida, esbozando una tibia sonrisa.

-Kikín…
-David. Bienvenido otra vez. Manuela, ¿cómo le va?
-Buenos días Don Enrique, muy bien ¿y a usted?
-Imaginará que por hoy ser hoy, muy bien.

Manuela respondió con un silencio lúgubre, en el que Enrique sabía bien aún se guardaban viejos reproches, incomprensiones y su característica miopía estética.

El sonido de trastes se detuvo en la cocina de Enrique al oír la llegada de los visitantes. Adentro, Ofelia había acabado de ubicar los últimos platos y salió a recibirlos todavía secándose las manos con un trapo que no parecía haberse usado nunca. Se dirigió primero a David, cogiendo su mano con el cariño maternal que algunas mujeres inexplicablemente sienten hacia los viejos y luego tocó en el hombro levemente a Manuela; sabía que para ella todavía todo esto era muy turbio, que le faltaba un poco de costumbre.

Después de los saludos, Manuela acompañó a David a sentarse justo enfrente de Enrique, como las veces pasadas. Enrique, sin levantar la mirada de nuevo hacia su amigo, miró el reloj cerrando un ojo para poder enfocar bien las esquivas manecillas.

-¿Qué le habrá pasado al resto?- preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
-Faltan 5 minutos para las 9, todavía falta.
-El que me preocupa es López, que siempre llega primero y hoy mirá…Ofelia, ¿será que lo llamás?
-No, Don Enrique esperemos un momentico que ya debe estar que llega. ¿Quiere que le traiga algo?

En ese momento Enrique sintió un pinchazo agudo en la vejiga.

-Ay…-apenas dijo, y ya Ofelia sabía lo que tenía que hacer.
-Venga vamos Don Enrique, no se preocupe.

Esquivó ágilmente la mesa de mármol del centro de la sala y adelantó, reversó hasta que sacó a Enrique en dirección al baño.

-Esto es una vergüenza Ofelia, discúlpeme pero esta vez sentí el pinchazo ya muy tarde.
-No se preocupe Don Enrique que pa’ eso son los pañales y usted sabe que yo hago mi trabajo con mucho gusto.

Pero eso realmente no lo tranquilizaba, todo lo contrario. ¿Cómo podía disfrutar ella de ese espectáculo infame de ver a un hombre octogenario, quien a duras penas puede subir las piernas a los soportes para los pies de su silla de ruedas tener que hacer un esfuerzo descomunal para subir la nalga y permitirle que le bajara los pantalones mientras todo se infestaba con un olor agrio a orina que parecía percudirlo todo? ¿Cómo? A veces, sin que ella lo notara, Enrique se secaba las lágrimas que se le salían de la pura vergüenza.

Cuando volvieron del baño, ya todos habían llegado.

-Y pa’ cuándo pensás dejar de orinarte en los calzones hombe Kike, ochenta y cinco años y nada -le dijo López, muerto de risa. Luis Miguel se rió con su estruendo característico, hasta que todos los viejitos reían más que por el chiste, que había sido flojo, por la risa de Luis Miguel, que eran como gritos asfixiados de alegría.

Ofelia, Daniela, Claudia y Cristina, sus enfermeras, también los acompañaron en su risa. Por unos dos minutos todos reían ruidosamente, los viejos amigos dando salticos en sus sillas de ruedas y las enfermeras sentadas o paradas alrededor de ellos, y seguían riéndose porque también Cristina tenía una risa contagiosa, y al reír ella, más se reía Luis Miguel y al reírse más Cristina más se reían todos. Excepto Manuela, que miraba todo con aprensión y Enrique, claro, que apenas sonreía queriendo que su desgracia sanitaria pasara de ser el centro de atención.

-No pues, tan charritos todos, carechimbas.
-Ay, Don Luis Miguel, usted sí se ríe charro - dijo Cristina secándose las lágrimas todavía con una sonrisa en la cara.

Poco a poco se fueron sosegando y nadie tenía ya mucho por decir. Los amigos se detuvieron a mirarse unos a otros, recorriendo con sus ojos ese círculo un poco siniestro que componía la silla de ruedas de Enrique, el más viejo de todos, y los caminadores y bastones de Felipe, Juan David, Luis Miguel y David, y sus enfermeras al lado. Llevaban siendo amigos desde los 20 años cuando se conocieron en la universidad, menos Luis Miguel y López, que se conocían desde que estaban en el colegio y desde ese entonces habían proyectado estar así, sentados frente a frente, rodeados de enfermeras, para poder encontrarse de nuevo.

No venían a recordar. No vivían de la nostalgia. No vivían de los recuerdos ni pretendían volver a contar sus vidas. Venían a vivirla, a aprovechar los últimos restos de ella, antes de desaparecer en un manto de olvido y muerte.

Fue Ofelia quien destrabó el silencio:

-¿Qué se les ofrece de tomar? ¿Don Felipe, usted qué quiere?
-¡Ron para todos! -gritó David sin dejar responder a Felipe.- Que nos vamos a poner aquí güevoniar que con jugos o maricadas de esas.
-Ofelia, me le echa zumito de limón.
-Claro que sí Don Juan.
-Mejor a todos -pidió David.
-Claro que sí. Ya les traigo esto y vengo a prepararles todo. Muchachas, vengan y me ayudan. O mejor, prepárenles ustedes los rones yo voy por lo otro.

Mientras tanto los amigos intentaron conversar un poco. Ya no eran las mismas conversaciones. Se les notaba el peso de la vida, el cansancio que les implicaba tener que construir alguna frase y luego tener que responder a una pregunta…Ahora preferían mirarse y reírse, tal vez de algún recuerdo que se cruzaba por la memoria de alguno y al contarlo todos reían un poco para volver a sumirse en el silencio. O de pronto uno sacaba su celular con una dificultad exasperante de su bolsillo y empezaba a rotarlo para mostrar algún meme que había encontrado en alguna red social; las viejas costumbres. Reían, y volvían al silencio. Estaban cansados, no tanto de ellos, sino de la vida misma. De la vida y de sus cuerpos.

Los rones los trajo Cristina, muy bien presentados, los vasos sudando agua y el fuerte olor del limón y el alcohol invadiendo la sala. Ofelia volvió del cuarto principal de Enrique y trajo algo parecido a una caja de herramientas blanca. Se puso los guantes con habilidad, la abrió y fue acomodando todo con precisión sobre una mesa esterilizada previamente.

-¿Quiere que empiece con usted Don Enrique?
-Da lo mismo.

Ofelia tomó el brazo derecho y flácido de Enrique y con destreza logró insertarle sin mucho dolor un catéter que cubrió luego con un esparadrapo.

-¿Muy horrible?
-Un pinchacito, pero nada más. Gracias.
-¿Y a ustedes? ¿Se los pongo yo también?

Respondieron al unísono que sí. Todos se habían dado cuenta desde hace rato, que la única que lograba entenderlos bien era Ofelia, y que sus enfermeras, por más diligentes y buenas trabajadoras que fueran, al guardar cierto vestigio de juicio moral, les hacían un pinchazo más durito que el que les provocaba Ofelia. Las enfermeras, miraban cómo su compañera iba ensartando con destreza los catéteres en esos cuerpos ya desvencijados.

-Ve, Cris, andá poniendo agua pa’l café mientras yo termino aquí.

Tardó un poco más que con los otros tratando de cogerle la vena a López, que refunfuñaba del dolor, pero celebró al lograrlo después de que lo hubiera logrado al tercer pinchazo.

-Es que qué venas tan lisas las que tiene usted don Juan, eh Ave María…

Luego abrió una jeringa. Cogió el tarrito de tapa amarilla y lo abrió. Puso con delicadeza la tapa en la mesa, llenó la primera jeringa y la levantó entre sus dos manos para que todos la vieran. Sonrieron, felices de ver los rayos de luz de la lámpara atravesaban el líquido ambarino.

Esta vez fue David el que empezó el brindis:

-Bueno, yo hoy quiero brindar por nosotros… porque nos conocimos, porque…nos queremos. Porque a pesar de las desgracias…de esta vida, aquí estamos y nos seguimos queriendo. ¡Salud…muchachos!

-Yo brindo por ustedes, damas -dijo Felipe, siempre tan lacónico y caballeroso.

-Yo brindo por la miada de Kike después de estos rones -dijo López otra vez muerto de la risa. Tomó aire y con lentitud retomó la palabra- No, mentiras muchachos. Yo brindo por el cuerpo, por la vida, porque sólo cuando ya no estemos dejaremos de sentir… brindo por estos pedazos de cuerpos que nos quedan y porque todavía algo podemos sentir aquí… Porque nos aguantamos las ganas cuando éramos jóvenes para no destruirlo todo pero hoy, mírennos, hoy qué más da… y a la vez, hoy…hoy es hoy, qué delicia… por qué no.

-A ver hombre…yo por qué brindo…hombre , ya sé… brindo por todo lo que esperamos para poder vivir esto… porque lo quisimos y lo logramos y porque nos queden muchas más reuniones como éstas- dijo Luis Miguel.

-Yo brindo por todos los libros que Juan David compró y no se leyó…-

-¡Agh, este malparido! -dijo Juan David mientras todos reían.

-Mentiras… Brindo por lo que vamos a vivir en este momento. Ofelia…adelante.

-Ay no, discúlpeme Don David pero yo no soy capaz de ver esto.

-Hágale tranquila Manu que yo me encargo de él -le respondió Ofelia.- Vaya y nos va haciendo los tintos. El mío sin azúcar.

Ofelia, Cristina, Claudia y Daniela se aproximaron a la mesa y llenaron sus jeringas de heroína. Las clavaron en los catéteres y presionaron el líquido hacia las venas de los amigos ancianos con un solo movimiento del pulgar.

¡Porque no hay más cielo que esta tierra! -gritó Juan David.

Reposaron sus cabezas en los espaldares de sus sillas, mientras sentían un calor que les trepaba por todo el cuerpo y su boca se abría para lanzar cortos sonidos de un placer… inefable.

Manuela salió de la cocina con los tintos y todas se sentaron en la mesa, unas con revista en mano, otras a conversar; tardarían unas horas más hasta que los muchachos volvieran hasta aquí.

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