Me encontré un billete de diez (¡Ah! y a un israelí)


Cuando uno se baja por el costado izquierdo de la estación Hospital del Metro, se encuentra, las más de las veces, con un hombre bajito, barbado, canoso, de piel bruñida y sucia que expone su brazo torcido, como si se hubiera dislocado el codo. El hombre elige con la mirada a cualquier viajero y lo sigue con sus ojos desde que aparece en la parte de arriba de las escaleras hasta que llega a abajo, en donde ya es posible saber si le va a dar  o no una moneda.

La frase con la que pide limosna es "una monedita, tengo hambre" y lo dice con un tono que realmente a cualquiera le partiría el alma, porque en sus palabras se siente el dolor, como si el hambre hubiera llegado a ese punto en que es la pura carne pidiendo alivio.

Sin embargo, nunca le he dado ni una moneda, por más que recurra mucho a esa estación. Y no sé bien por qué no lo hago. Tal vez es porque a veces amanezco con muchas claridades, y pienso que en esos casos una de mis monedas sería otro yunque que lo anclaría en ese lugar; y cuando amanezco borroso, generalmente no tengo monedas.

Hoy, como de costumbre, me bajé en la estación Hospital y ahí estaba, con su cara pesarosa diciendo "una monedita, tengo hambre", y me di cuenta que ya no me mira. Es como si se hubiese pactado un acuerdo tácito entre él y yo. Ni yo lo miro demasiado ni él a mí, y por eso se queda en silencio mientras paso, o eso siento yo. Seguí caminando por el andén hacia la Universidad de Antioquia y más o menos unos seis pasos más adelante, me encontré un billete de diez mil. Delante de mí iban cuatro personas que no hicieron gesto como de que se les hubiera caído algo, e incluso una señora pisó el billete como si nada. Yo me agaché lo cogí y empecé a mirar a mi alrededor. Nada pasó, para mi sorpresa; no estoy acostumbrado a tener tan buena suerte. Recuerdo que hace años, cuando tenía como trece, salí desesperado de mi casa porque no tenía plata para comprarme nada. Estaba en un momento difícil de la vida por supuesto, y ya que ni mi mamá ni mi papá tenían para darme, convoqué a dios y lo reté:

-Dios, si existís, mandame un billetico de diez. Mirá ponelo allí, en ese andén de enfrente. En ese, en ese.

Y cuando llegaba al andén no había nada y así me fui, hasta que le di toda la vuelta al barrio sin mayores manifestaciones de dios.

Desde ese momento empezamos a tener problemas.

Pero el caso es que no podía creer la tremenda paradoja en la que me había metido ese acontecimiento bajando del metro. ¡El hombre estaba a cinco pasos de un billete de diez mil, pero la búsqueda incesante de una moneda conmiserativa lo había alejado de la posibilidad de encontrar algo más que eso, y en cambio a mí, sin buscarlo, se me imponía la cara de Policarpa desde el piso!

Ahora la cuestión era qué hacer con el billete de diez. Mientras iba pensando si debía devolverme y dárselo al pobre hombre de la estación, me alejaba cada vez más de él, y en el momento en que sentía tranquilidad con la postergación de la decisión, y por ende también un placer efervescente de seguir con el billete en la mano, se me aparecían otras opciones: un joven, tirado en el piso y dormido profundamente a pesar del calor, la algarabía de los vendedores y los buses, y si bien fantaseé con que lo despertaba diciéndole "parce vení, levantate, andá y comprá lo que querás", bastó la imagen siguiente de él comprando pegante o bazuco para que me abstuviera de hacerlo y de nuevo se impusiera ante mí la idea del yunque. Luego apareció otro joven sentado enfrente de la Policlínica con su ropa hecha jirones, que torció la cabeza y me picó un ojo pidiéndome una moneda, pero a él, descaradamente, y mirándolo de frente, le respondí: "nada men, pa' la próxima." En definitiva, toda una vergüenza, una antiparábola de magnitud bíblica: negué, también yo, tres veces la posibilidad de ayudar.

Una vez hube sepultado mi dilema ético al no tomar ninguna decisión distinta a no tomarla, seguí caminando, hice un par de vueltas y justo en el momento en el que llegué al centro de la Universidad de Antioquia me encontré con un toldo blanco y resplandeciente: una feria del libro, mi mayor debilidad, mi yunque.

Todo tenía sentido ahora, la vida quería hacerme un doble descuento en el libro que me tenía trasnochado últimamente.

-Buenas, ¿de casualidad tiene "El desasosiego" de Pessoa?
-Deme un momentico...Sí. Vale 49.000 y le queda en 37.500
<<Menos diez mil>> -pensé-, <<me queda en 27.500>>.
-Perfecto -dije sonriendo-, ¿me lo das sin bolsa por fa?



Pd:

Se supone que esta historia debía terminar aquí. Pero no fue así. En la mitad de su escritura, enfrente del puesto de Dogger en el Parque Explora, esperando la conferencia sobre “La luz en el espejo”, se me apareció un joven israelí, y al mirar "El desasosiego" reluciendo en mi mesa, me dijo:

-Hum, buen libro.

Cruzamos unas palabras a distancia, hasta que lo invité a sentarse en mi mesa y nos quedamos conversando un rato. Vino desde Israel porque uno de sus escritores favoritos es Gabriel García Márquez y quería conocer cómo podría llegar a ser Macondo. Lo que no tuvo en cuenta fueron los riesgos de una tierra tan áspera y extraña, porque horas antes de ir a conocer Aracataca se degustó con un buen pollo que lo intoxicó al punto de hacerlo en vomitar en el jardín de  la casa del Nobel que había venido a visitar. Típico en el surrealismo mágico. Luego de que se nos fue acabando el tema me preguntó que qué estaba escribiendo. Le dije que una cosa rara que me había pasado hoy y empecé a contarle. Cuando llegué al punto en el que decidí no darle el dinero al pobre hombre de la estación Hospital me miró con cara de reproche moral, moviendo su cabeza de lado a lado y chasqueando su lengua contra el paladar, y cuando supo que me había comprado "El desasosiego" con esos diez mil, me dijo, ya entre risas:

-Tal vez deberías darle el libro cuando lo termines, así se compensaría todo.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Algoritmo y singularidad: la angustia en tiempos del smartphone.

Historia de ancianato

Un paciente psiquiátrico en el bosque