El idiota y la carta robada


Ayer quedé de encontrarme con unos amigos en los Días del Libro en Carlos E. Aun cuando hemos derrochado suficiente dinero en libros a los que todavía no les hemos quitado el plástico, ya se ha vuelto costumbre asistir a todas estas jornadas en donde los libros son el foco de atención, así sea como para farandulear por los stands, ver edicioncitas nuevas (preguntar precios, dejarse tentar, angustiarse, ceder, comprar, huir…).

En todo caso mis amigos no habían llegado y yo empecé a mirar solo esa cantidad de libros, y es raro, porque es como si de tanto asistir a estos eventos uno ya con una ojeadita breve supiera cuáles son los stands desechables: los de superación personal, los esotéricos y todos los que venden güevonadas de juegos de rol. Es como una habilidad con la cual se puede identificar la estupidez a distancia. Pero de la misma forma, uno es vilmente atraído por esas ediciones enormes del Quijote (que no he leído, ni quiero leer todavía) en edición Planeta, ilustrada nada más que por Dalí. $250.000.

Uno sigue caminando.

-Pero tenemos un plan de pago…

Uno sigue caminando.

Y se va encontrado en Páginas de Espuma a Chéjov (que no he leído, ni quiero leer todavía), a Maupassant (que no he leído ni quiero leer todavía) y las Mil y una noches (que no he leído, ni quiero leer todavía), y aun cuando uno no sienta esa necesidad de leerlos, que no se sienta convocado por sus historias, esas pastas duras, ese papel suavecito, esas ilustraciones, ese peso en las manos, hacen que uno lo quiera tener y lo quiera comprar y descuadrarse la platica y qué importa, que eso en algún momento se lee. Y es que mi relación con la literatura se sinceró una vez que sin quererlo una idea me pensó: “El placer de comprar libros es equivalente al de terminar de leerlos”. Desde ese momento, la verdad sea dicha, compro más libros de los que leo, y soy feliz; soy feliz leyéndolos sin premura, deleitándome cuando los veo en mi biblioteca aun intactos, esperando a ver cuándo me da el capricho de leerlos.

Pero realmente lo que quería escribir fue lo que pasó en el stand de Haylibros. Como muchos deben saber, en esta librería se ofrecen algunas joyas literarias difíciles de conseguir pero que cargan en sus lomos el peso de los años y en las puntas de sus hojas los descuidos de sus anteriores dueños. Inconcebible entonces comprar en Haylibros. Son buenos, pero feos. Sin embargo hubo uno, rubí de la literatura psicopatológica, “Los renglones torcidos de Dios”, del señor Torcuato Luca de Tena, que leí una vez que me lo prestaron (más ajado que el que se ofrecía en el stand) y quise saber cuánto valía, aun cuando tenía las puntas agrietadas y el ocre de los bordes de las páginas ya avanzaba implacable hacia el centro de la hoja.

-$22.000.

Uno sigue caminando.

Pero cuando me iba a ir llegó una chica. Estaba bonita entonces me quedé. Y volví a coger a Torcuato como quien no quiere la cosa, para escuchar por cuál libro iba a preguntar.

-¿Este cuánto vale?

-$20.000.

Me volteé rápidamente y me encontré con el título El Idiota, de Su Majestad Dostoievski. A mí esa edició ya me generaba náuseas pero aun así la chica pidió una más barata. Yo casi intercedo y le digo que recapacitara ¡que con una más barata ya no iba a leer a Dostoievski! Pero me quedé callado, esperando paciente el desenlace de la historia.

-Sólo tengo este.

-Y en cuánto me lo deja.

Y el señor, armándose de las palabras del buen librero respondió parcamente:

-Ya tiene descuento.

-Humm… ¿usted me lo guarda un momentico yo ya vuelvo?

-Sí claro, yo se lo pongo justo aquí- dijo con una sonrisa agarrando el libro y ubicándolo parado encima de una montaña de libros en donde era inevitable que alguien lo viera.

La chica un poco confundida apenas pronunció un “No…”, queriéndole decir “¿me estás jodiendo cierto?”

Y el librero, ya con la trampa tendida, sólo tuvo que recoger a la presa confundida:


-¿Usted no se ha leído “La carta robada”, cierto?

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