Ácido Muriático



Hace unos meses me levanté con la certeza de que iba a leer las palabras ácido muriático en alguna parte. Fue tan repentina la aparición de estas dos palabras en ese lugar etéreo de mi cabeza en el que resuenan las palabras que poco o nada tienen que ver con la laringe, las cuerdas vocales ni la lengua, que me sorprendí y con una sonrisa me dije de manera divertida: vamos a ver.

No sé para qué sirve el ácido muriático. No sé dónde leí por primera vez esas palabras, ni por qué me sonaban tan tóxicas. En todo caso, no era la primera vez que me pasaba algo semejante: la vez pasada soñé con la palabra elucubraciones. No una imagen de las letras, ni dicha por alguien, no, simplemente una resonancia que perduró hasta el momento en que desperté exaltado porque había soñado con una palabra que existe, que tal vez había leído, pero que no sabía qué significaba en el diccionario. Luego me pasó otra vez algo similar con la palabra rutilante, y todavía no se me ha quitado la pereza de buscar qué significa en el diccionario y mucho menos qué me significa a mí.

El día en que las palabras ácido muriático se me impusieron tenía cita con una dermatóloga (empiezan a emerger los fantasmas del sentido). El consultorio quedaba en la Avenida del Poblado. Llegué en taxi, con susto de llegar tarde, o tal vez queriendo que todo terminara más temprano. Teniendo presente las palabras de Paul Verlaine acerca de que "la piel es lo más profundo", no creo posible que en una cita dermatológica todo sea tranquilo; en algún punto se sufre por la vacilación de la imagen que nos esforzamos en construir y para la cual la piel es el primer vestido (que ocultamos). La consulta se dio con la intranquilidad esperada (pofecía autorrealizada, se contentarán en decir los fantasmas del sentido) y salí a la Avenida del Poblado a coger un bus que me dejará en Palacé con San Juan para coger allí el Calasanz-Boston hacia mi trabajo. Al llegar a ese punto, los carros se apretujaban contra la cebra y el bus en el que iba quedó lejos del semáforo. Tenía que bajarme allí o de lo contrario cuando cambiara a verde y se armara la algarabía de los pitos y los aceleradores impacientes me dejaría bajar 5 minutos después de haber tocado el timbre. Salté del trampolín, me zambullí en el tráfico y cuando crucé a la otra acera ahí estaban, en diferentes tamaños, etiquetando tarros grandes y pequeños, como de jabón de piso, las palabras Ácido Muriático. Paré dos milisegundos, asombrado, y me reí en voz alta, tratando de no hacer demasiado escándalo pero con unas ganas rayuelianas de parar a todo el mundo y decirles a gritos "¡vean, hoy reté al lenguaje, a la vida no sé a quién! Tuve la certeza de que hoy iba a leer estas palabras y aquí están, aquí, aquí escritas. ¡¡Y lo peor es que no sé si gané o perdí!!!". 

Pero como uno es tan reprochablemente poco rayueliano, seguí hacia el paradero, cogí el Calasanz Bostón, me fui a trabajar y me guardé esta historia, hasta hoy.


 

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