Güelcom tu Medellín
I
En
total somos seis. Estamos sentados en las escaleras del Museo de Antioquia.
Luisa y yo acabamos de llegar en taxi en un recorrido que no duró más de siete
minutos desde mi casa en Conquistadores. Las palabras que nos dijo el taxista
antes de bajarnos de su carro todavía me resuenan en la cabeza: <<Mucho
cuidado con esos celulares que por aquí roban mucho>>. Empiezo a hablar
con dos peladas que no conocía pero que desde que las vi sabía que venían para lo
mismo. Les pregunto que qué estudian, en dónde, cómo se llaman y por qué están aquí. Me responden todo con una sonrisa cordial, pero es
inevitable que no se sienta una tensión burbujeante alrededor de todos
nosotros. Hablo además con Susana y David, los amigos que nos invitaron; David
es el más contento de todos, para él no es su primera vez. Les pregunto por
nuestra seguridad, por qué garantía hay de que vayamos a poder salir una vez
entramos. Me tranquilizan, pero aun así puedo observar que nuestros cuerpos se
estremecen nerviosos en el metro cuadrado del que no somos capaces de salir.
Desde ese momento empecé a tener la sensación que habría de acompañarme toda la
noche: me sentía vaciado en el interior, como si lo único que hubiera quedado
de mí fueran mis ojos y yo adentro de ellos, poniéndolos a rodar por el mundo
con mis patitas de hámster. Mis ojos se fijan en dos policías con casco que
traen a un par jóvenes agarrados del codo. Los suben a un CAI móvil y un
policía sube con ellos. Siguiendo el grupo venían dos niñas con cacheteros
altos y ombligueras. Se sientan tranquilas, esperando a que los vuelvan a
soltar. Unos minutos después el policía sale del CAI, el otro entra. Por la
ventana diminuta del carro se ve a los muchachos haciendo flexiones con las
manos puestas en la nuca. El policía que quedó afuera empieza a jugar con el
cuchillo del tamaño de un antebrazo que acaba de decomisarles.
-Luiyi
¿si ves?
-¿Qué?
-Allá
mirá, cogieron a esos pelados con un cuchillo como así de grande.
De
pronto una voz nueva irrumpe la conversación. Me volteo y me encuentro con la
figura de un hombre más bajo que yo, más langaruto que yo, más jorobado que yo.
Tiene ojeras y la piel ajada, los dientes un poco salidos, está vestido con una
camisa roja de cuadros grandes en la que cabrían dos flacos y medio y en la que
se le hacen burbujas de aire que sólo se
aniquilan con el cinturón que asfixia su cadera diminuta y compacta. Yo no
puedo creer que alguien tan débil, tan frágil, tan feo, sea el profesor que estábamos
esperando, que sea él a quien contratamos para que nos acompañara durante este
viaje hacia las entrañas del centro de Medellín, que bien sabemos, es la ciudad
que promueve con sus palabras, aunque también con sus silencios, el valor
inconmensurable de la fuerza, la solidez y la belleza. El profesor de
antropología se presentó, pidió disculpas por los veinte minutos de tardanza,
dijo “Vamos” y todos nos dejamos tragar por la noche de ese viernes oscuro para
conocerle las tripas a Medellín.
II
Caminamos
por Carabobo, pasamos enfrente de la Iglesia de La Veracruz, ese gran armatoste
blanco en donde se profesa la religión católica y en el que a dos metros se
ofrecen mamadas por menos de cinco mil pesos. Porque así se habla aquí, en
términos de pichadas, recostadas, mamadas, chupadas, comidas, metidas, venidas;
lejos, muy lejos, los eufemismos del discurso académico: aquí la trabajadora
sexual es puta, el habitante de calle es gamín, el adicto a sustancias
psicoactivas es vicioso, güelido.
Volteamos a la derecha y empezamos a caminar por el costado izquierdo de la
Iglesia. Las putas están recostadas en las paredes, unas con la típica pose,
sosteniendo el cuerpo con una pierna mientras la otra reposa con una flexión de
rodilla sobre la pared; otras, paradas con su bolsito agarrado a nivel de su abdomen como si
estuvieran esperando el bus. Nadie nos mira, es como si fuéramos invisibles. Yo
sigo empujando mis ojos desde adentro con mis patitas de hámster.
La
bulla es insoportable: el reggaetón, las rancheras y el merengue mañé salen
como alaridos de los locales atestados de hombres. El profesor nos cuenta que
esos son los bares más pesados, que ahí no entra cualquiera. Mientras vemos a
unas niñas de unos doce o trece años, más maquilladas que cualquier mujer que
hubiera visto hasta ese momento, mostrando casi la totalidad de sus piernas
esbeltas y de piel nueva, jugando con su pelo y riéndose a carcajadas, el
profesor nos dice que la Veracruz es lo más bajo adonde puede llegar una puta.
Todas le temen a este lugar porque saben que aquí vienen los hombres más burdos
de la ciudad: los tratos son degradantes y el pago es nimio.
Continuamos
el trayecto entre miradas lascivas como balas que no nos tocan. Es realmente
ridículo lo que estamos haciendo. Mis ojos continúan memorizando todas las
imágenes. De pronto dos hombres, cuya edad calculo entre los veinte y los
veinticinco años pasan rápidamente a nuestro lado. Una vez nos adelantan se
voltean para vernos. Son las primeras personas que al parecer se han dado
cuenta de nuestra presencia aquí. Son los muchachos de las Convivir, ese grupo
de paramilitares que Álvaro Uribe creó cuando fue gobernador de Antioquia y que
después se convertiría en un poder subterráneo que no tiene que salir a la luz,
ni hacer campañas ni pancartas para demostrar a cada instante que es más
eficiente que la Alcaldía. Mis ojos escuchan que las Convivir recaudan
alrededor de tres mil a cuatro mil millones de pesos mensuales a base de
extorsión a los comerciantes. Si usted quiere tener un negocio en el centro
tiene que pagarle a la Alcaldía por todo el papeleo burocrático, y a ellos para
poder seguir con vida. Por lo tanto, no sorprende que las zonas estén finamente
divididas: por aquí no se puede robar, por aquí sí, por aquí pueden caminar
gamines, por allá no, por aquí los travestis, por allá las niñas y cuidado con equivocarse
de camino, con mirar demasiado, cuidado con las palabras y los silencios. En
definitiva, ellos saben quiénes somos. La mirada de esos hombres que se
voltearon era simplemente para confirmar lo que ya sabían, que venían seis
estudiantes con el profe que desarrolla proyectos con la Alcaldía en este
sector, que más que dejarnos quietos tenían
que protegernos. Me cuentan que de no ser así, no pasarían más de cinco minutos
antes de que alguien le cayera a uno al lado para preguntarle qué estaba
haciendo, para dónde iba o cuál de los servicios del sector quería adquirir:
alcohol, drogas, putas, travestis o niñas putas.
III
Vas a
ir. En toda la esquina izquierda del
parque Berrío, por la calle Colombia, cuidando la reja de lo que parecería un
edificio comercial cualquiera, hay un hombre muy amable que te va a estirar la
mano inmediatamente llegues. Lo primero que vas a hacer es bajar unas escaleras
estrechas, mientras ves cómo el profesor que te sirve de guía saluda a los
camareros, elegantemente vestidos en uno de los putiaderos más famosos del
centro de Medellín. Cuando entres te vas a encontrar con que todas las mesas
están ocupadas por hombres, mientras que las mujeres, montadas en tacones
altísimos, vestidas con colores azul rey, verde limón o rojo carmesí, están paradas
por todas partes en el local. Algunas se van a acercar a los hombres por la
espalda, les susurrarán al oído, se les sentarán en las piernas; todo pasará
como en las películas. Los meseros te van a arreglar a ti y a tu grupo una mesa
doble. Te sentarás y enfrente de ti quedará la barra donde se hace el show. El
reggaetón golpeará con sus fuertes bajos tu cuerpo, vas a vibrar al mismo ritmo
que las tripas de todos. En un rápido estudio etnográfico, de esos que a la
gente no le gusta reconocer que hace, te vas a dar cuenta de que la gran
mayoría de hombres allí presentes son obreros; lo sabes por sus pintas, sus
gestos, por su cara.
Cuando
entraste, el barman había acabado de anunciar el fin del show de Jimena; ella
se bajará de la tarima que estaba en el centro del local, mientras que Johana,
una joven de no más de 20 años y un cuerpo despampanante, subía hábilmente y se
trepaba al tubo de poll dance. Tus ojos se van a
fijar un buen rato en Johana, te vas a hacer muchas preguntas, censurarás más
pensamientos de los que podrás discernir claramente. Pero luego tus ojos van a
acompañar a Jimena, esa joven que camina con unos calzoncitos ajustados y los
senos al aire visitando a cada una de las mesas para recoger la plata que se
ganó con su show. Entre la luz azul neón alcanzarás a divisar billetes de dos
mil. Incluso, podrás ver, y solamente tú, porque el resto del bar está
extasiado con el baile de Johana, que un hombre le dice unas palabras a Jimena,
y ella va a tirar el hombro hacia adelante para ponerse más cerca de él; te vas
a dar cuenta, y solamente tú, cómo ese hombre le chupará una teta, se reirá
fuerte, le dará la plata y Jimena caminará sin soltar ni una sola sonrisa.
Johana
va a subir a un negro del público a la tarima. Todos los movimientos de ella
serán decididos. Lo va a sentar y lo va amarrar. Le va a restregar su culo y su
vagina en la cara. Le va a quitar la ropa, lo va a dejar en calzoncillos y, de
un momento a otro, le bajará la última prenda hasta los tobillos. Le va a coger
el pipí con la mano derecha, le va arrimar su cara mientras se arrodilla y se
encargará de que todo el bar suelte una carcajada cuando empiece a bambolear el
pipí flácido de un lado a otro. El negro se bajará, implacablemente humillado.
Para tu sorpresa, los hombres le aplaudirán y le darán palmadas en la espalda
cuando vuelva a su mesa. Te tomarás la cerveza que pediste con todo tu grupo
con tragos largos. Seguirás siendo sólo ojos empujados por patitas de hámster.
No saldrás siendo el mismo.
IV
Ahora
caminamos de nuevo bajo la noche color ámbar. El suelo es un refugio de sombras
que se mueven con el viento, con el impulso que prima aquí, esa lucha a muerte
por la vida. Salidos desde una sombra densa pasa enfrente de nosotros una
familia. La palabra desplazados se
forma en mis ojos. Padre, madre y cuatro hijos. Atrás rezagado, el quinto niño.
Tendrá unos 4 años. Viene llorando, desesperado. Su familia al parecer no deja
de caminar y él ya no quiere más, no puede más. Grita mientras llora y se tira
al suelo. Se sienta como la única protesta que puede hacer con su pequeño
cuerpo. Vuelve a gritar. Pero su familia ni siquiera se voltea, su mamá sigue
empujando un coche destartalado y su padre jalando una maleta. Sus hermanos
caminan al ritmo de sus papás. El niño ve que su protesta no sirve. Se pone de
pie, asustado de que lo dejen ahí solo. Arrastra cada paso mientras vuelve a
desgarrarse la voz en llanto.
V
Entramos
en el sector en donde antes trabajaban los travestis. Para decirlo con un
eufemismo político, fueron trasladados
hace poco. La Alcaldía se encargó de cerrar las ventanas y puertas de los
edificios con ladrillos para que nadie las pudiera invadir. Son estrategias
gubernamentales: se hacen desalojos periódicos en sectores que ya se sabe van a
ser rentables con las políticas que ellos mismos se van a encargar de hacer con
ahínco inusitado. El sector se va a vender bien y el resto ya se sabe: tajadas,
mermeladas y toda la canasta familiar de la corrupción colombiana.
No se
ve demasiado movimiento. Sólo un par de travestis y una puta que le hace la
paja a un borracho mientras le saca su billetera despacito del bolsillo
trasero. Entre todos los recorridos, ya son más de las 10 de la noche. Al
parecer, en esta zona ya se permiten los gamines; los hay por ahí tirados en
los andenes. Uno de ellos, sonriendo, nos dice “Hola turistas, güelcom tu
Medellín”. Y él no se imagina el efecto que esas palabras tienen en mis ojos
cansados. Él no se imagina cuán atinadas son sus palabras, porque después de mucho
tiempo de vivir aquí, de criarme aquí, es la primera vez que yo veo de qué está
hecha Medellín. Y Luisa logró decirlo mejor que cualquiera, ya en el momento en
que volvíamos a subir por el esófago de la ciudad y yo dejaba de sentirme sólo
ojos. Con voz desconcertada dijo:
-…Pues…es
la ciudad de los hombres. Las únicas mujeres que vi contentas, libres, haciendo
lo que querían, son las que pasaron ahorita todas borrachas y cantando.
La
ciudad de los hombres. Quién se iba a imaginar que todo el centro de Medellín,
en la noche de un viernes cualquiera, estaría organizado en función de
satisfacer a todos los pipís que lleguen. Es una lección de sociología: la
satisfacción del órgano genital masculino como pilar fundamental de la dinámica
citadina.
Tomamos
un descanso. Las piernas me duelen, las tengo encalambradas, igual que el alma.
Si he llegado hasta aquí es por mi empeño en salir de los caminos normales; es
por el deseo de ser algún día un buen escritor, porque ahora sé que la poesía
hay que ir a buscarla, porque la inspiración hay que trabajarla, convocarla,
antojarla de que nos inspire; he llegado hasta aquí porque por mucho tiempo no
caminé, porque el miedo siempre antecedió mis pasos. Y después de ver todo esto
yo no sé. Quedé como suspendido entre dos escalones: sin piso ni dirección. No
sé si todos los caminos son transitables, no sé si se deba transitarlos todos.
Tampoco sé si será necesario. Aunque a veces creo que sí, que el poeta es tal
vez el más valiente porque se vuelve ojos, orejas o nariz, piel o lengua; es
capaz de volverse mundo, volverse parte del camino o camino mismo. Cualquier
tipo de poesía que no sea capaz de hacerlo no vale pena; si en vez de transitar
por los caminos aledaños prefiere la contemplación trascendental de los ajenos,
de los distantes, esa poesía es una mentira, un artilugio más para tapar la
crudeza de la realidad, que en ocasiones incluso es inalcanzable al influjo de
los versos. Una poesía que no denuncie, cuestione, cercene, fracture o ensalce
la realidad de la que surge es una falacia. Por eso la pregunta que se formuló
en mí una vez llegué a mi casa después de siete minutos de viaje en taxi desde
el centro todavía deambula por mi cabeza:
¿Quién puede soportar ser poeta en Medellín?
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