Carta a un gato



El ejercicio era simple: escoger un personaje del libro La luz difícil de Tomás González y escribirle una carta. Yo escogí a Cristóbal, el gato de la familia.


Parece una tontería lo que hago, pero hay cosas que son tontas e igual, necesarias. Nunca he tenido un gato, sólo un perro y murió hace casi tres años. Nunca he sentido mayor afecto por los de tu especie; yo creo que a ustedes no les interesa mucho tampoco. Pero yo no les escribo a los gatos. Te escribo a vos precisamente. A vos Cristóbal que no soportaste nunca el desorden de la casa de David y Sara y te encerrabas en el cuarto de Arturo; a vos, el que sabía todo lo que estaba pasando en esa familia y nunca perdiste la gatopostura: seguiste lamiéndote las patas y con delicada paciencia te acicalaste las orejas, cambiando de lugar cuando el sol ya te molestaba, moviendo tu cola con una tranquilidad pasmosa. Y es que vos lo entendiste desde el principio: con Jacobo no había nada que hacer, ni con David, ni con Sara, ni con Arturo, ni con Pablo, ni con los otros intrusos que se te metían en tu territorio; vos entendiste desde el principio que con la vida misma no hay nada que hacer. ¿Y entonces qué queda? Nada, simplemente exterminar esta sensacioncita en el estómago que se aplaca con croquetas, buscar una mano que le dé a la piel lo que la piel de vez en cuando pide, mantenerse limpio porque gas esta porquería, limarse las uñas contra algún mueble por si los ratones, dormir, dormir mucho sin razón alguna y mirar, mirar siempre con esa mirada vertical lo que pasa en este mundo horizontal y soso; pero nunca, nunca jamás, cediendo a la estúpida creencia de que algo de esto tiene algún sentido. 

Pero ya debés estar aburrido de leerme. No sé ni siquiera si llegaste hasta aquí, pero en fin, no sólo escribo para vos sino también para la parte de mí que necesita decirte algo. Y ese algo se me escurre entre los dedos y lo que queda en la palma de mi mano es algo muy mañé, y me da susto que me dejés de leer por eso. Esperáte, ahorita comés. Lo que te quería decir es “Gracias”. No, no te vayás. No he terminado. ¿Sabés por qué lo digo? Porque fuiste mi polo a tierra, aunque no sé si entendés esa expresión tan rara. No importa. La cuestión es que nosotros los humanos queremos vivir siempre como los perros, y eso nos intoxicó: ese querer ir siempre detrás de las ramas, de las pelotas, del amor, de las caricias, moviendo los rabos cuando vemos alguien que queremos, ladrarle a las ardillas, recibir golpes con periódicos e igual volver a pedir una caricia; toda esa ampulosidad, toda esa mañesada caramelizada y viscosa, todo eso…No, no más, el mundo necesita acoger un poco más tu gatopostura, la indiferencia de tus bigotes, tu quedarse quieto y esperar, ¿esperar qué?, la hora de la comida; tu ‘Sí, se murió y qué, hay que seguir porque nosotros no hemos muerto y ahoritica empieza el estómago a estrujar adentro’…

No sé si llegaste hasta aquí pero ya, sólo era eso, no te quería echar los perros ni mucho menos.


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