Una tal Piedad Bonnett



Una tal Piedad Bonnett

Últimamente he tenido serias discusiones con dos amigas acerca de si las coincidencias existen o no. Ellas sostienen que no, que todo pasa por algo y para algo, que hay una razón para que se den justo en este momento y no en otro. Yo en cambio veo las cosas de otra forma: creo que hay cosas que decidimos, hasta por vías que nos es difícil distinguir, y otras que se presentan de forma completamente azarosa. En otras palabras, que hay sucesos que se dan sin ningún fin, sin buscar a priori ningún efecto, simplemente suceden, y normalmente lo hacen con la fuerza de un ¡boom!

Quienes tenemos afinidad por la literatura, quienes hemos sabido conservar con egoísmo el deseo de ser escritores a pesar de las malas rachas que nos auguran, somos recicladores de nombres, de títulos, de frases. Los arrancamos de los discursos de nuestros profesores, de nuestros familiares, de lo libros mismos. No sé decir con exactitud cuándo fue la primera vez que leí o escuché el nombre de Piedad Bonnett. Creo, y no me importa equivocarme, que le hicieron mucha bulla en el suplemento dominical de El Colombiano, Generación, cuando iba a hacer parte del jurado de un concurso de minicuento en el que yo, con la ingenuidad del novato de diecinueve años, había participado. Digo que es ingenuidad porque salí de clase afanado, diciéndole a mi novia con entusiasmo que por fin había llegado el día de la premiación, que tal vez me ganaba esos dos milloncitos, que por fin me iba a ganar un concurso, probar a ver si sí valía la pena seguir escribiendo, que me acompañara, y ella, con su dulzura particular, nunca destruyó ni una sola de mis fantasías: me dijo ‘Vamos’. Nos cogimos de la mano y nos montamos en el bus. Cuando llegamos al auditorio de El Colombiano faltaban unos diez minutos para la ceremonia. Yo daba vueltas por ahí, nervioso y agitado; soñando con las palabras “El ganador de la categoría de 18 a 35 años es…Juan David López.” Nos sentamos en el medio del auditorio. Diseccioné los gestos de cada uno de los tres jurados. Se veían muy intelectualoides. Toman la palabra pr turnos y empiezan a hablar sobre los cuentos que participaron. Yo escucho atentamente si alguno de ellos hace referencia al mío, La reunión de las sombras. Pero nada. Piedad Bonnett se duele por la ortografía y, lo que fue para mí la mayor enseñanza de la noche, porque ya nadie usaba el punto y coma. Y que ella lo dijera me dolió a mí también. Desearía haber puestos unos dos o tres. “Pa’ la próxima”. Finalmente, y después de tantas palabras vanas para quien tiene el corazón latiendo entre pulgar y meñique de la mano derecha y la izquierda transpirando en la mano de su novia, dicen los nombres de los ganadores. Nombres que me son ajenos, que no me dicen nada; nombres que de pura envidia no voy a guardar en mi memoria. Salgo profundamente decepcionado. “Ellos ya sabían que iban a ganar, Flaco, qué pelle eso así. Pero tú eres muy tesito, tú sabes” Yo me aferro a las palabras de mi novia para que me saquen de la tempestad que se volcó en mi cabeza. En todo caso, me siento como un charco al lado de una alcantarilla.

Cuando salimos del auditorio nos ofrecen gratuitamente el suplemento que saldrá el domingo con la cara de los felices ganadores del concurso desde ya estampada en la portada.

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¿No les ha pasado que de un momento a otro un nombre empieza a aparecerse más de lo normal en sus vidas?
Veo que la nombran en algún artículo de un exprofesor mío, veo que la entrada de Barranquilla de la Universidad de Antioquia tiene una frase suya, que no me descresta mucho, la verdad; que su cara sale en los periódicos, que al parecer como que sí es tesa, y da vergüenza reconocer que uno con tan poco recorrido se dé el lujo de hacer semejantes juicios; que sí, que será uno de esos escritores que algún-día-habrá-que-leer. “Todavía hay mucho europeo por conocer”. Qué horror.

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Pasan alrededor de tres años. Una profesora de literatura nos lee un apartado de un texto llamado, creo, “La pasión de leer”.  Su autor es Piedad Bonnett. El texto me deja antojado y escribo en Google su nombre, buscando algún versito a ver qué es tanta bulla, por qué se me quiere meter en la vida con tanta insistencia. Lo primero que encuentro es una entrevista con María Jimena Duzán. Es sobre el suicidio de su hijo. Sobre le enfermedad que lo aquejaba. Yo estudio psicología y la palabra esquizofrenia es un imán. Leí todas las entrevistas que encontré. No busqué más lo versos…

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Una de las amigas con las que he sostenido la discusión sobre las coincidencias me prestó ese bonito libro de Emma Reyes llamado “Memoria por correspondencia”. Y claro, el prólogo era de Piedad Bonnett. Que me escupa un búho.

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Estaba presupuestado que el domingo de resurrección, es decir el 31 de marzo, me prestaran, por fin, el libro “Lo que no tiene nombre”. Pero ahora estoy enfrente de la Librería Nacional del Tesoro. Entro muchas veces a las librerías, no con el ánimo de comprar libros sino con la plena intención de reconocer todo lo que me falta por leer, escabullirme de allí y hacer que los ojos corran más rápido por lo que estoy leyendo en el momento. Veo un nuevo libro de cartas de Freud a sus hijos y pienso, “Mierda, todavía siguen sacándole los trapitos al sol a este man”. Pero estoy viendo eso para distraerme, porque lo que capturó mis ojos desde la vitrina es el libro de Piedad Bonnett, el que estoy esperando que me presten el domingo.
-¿Me dejás ver este?
-Sí, claro.
-¿Lo puedo abrir?
-Sí, claro.
-No, mentiras, qué pena.
-No, tranquilo no hay problema.
Lo cojo y ni lo miro con detalle. Pregunto por Pedro Páramo y un señor me lleva hasta el fondo de la librería. Cuando ve lo que llevo en la mano me dice seriamente:
-Es muy raro que uno como vendedor de libros no recomiende alguno, pero es duro ese testimonio que hay ahí.
Yo dejo que esas palabras me afecten más de lo normal. No está "Pedro Páramo". Voy a la caja y me decido a leer el primer párrafo del libro que llevo en la mano. Una voz de las mías me dice: “Esto es un libro que hay que tener” y escucho otra que le responde: “En la próxima quincena” y otra más furtiva: “No, dale ya.” Yo salgo huyendo con un ‘Gracias’ y Emma Reyes debajo del sobaco. 

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Mi mamá llega por fin de misa de viernes santo. Duró dos horas. Si no llegó santa que cancele.
-Ma, mirá, ahí está el libro de Piedad Bonnett.- Horas antes ella había leído la entrevista que le hicieron en Cromos y me dijo ‘Yo no creo que sea capaz de leer ese libro’. Me mira expectante, con una sonrisa. Yo ya no estoy en edad de decirle que si me lo regala.
-Miti y miti ¿o qué?- le digo sacando la vena paisa.
-Dale pues- me responde contenta.

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Voy en la página 44 y no pude detener las ganas de escribir. Tenía que escribir algo, esta historia mía, así no sea la gran cosa, así sea como cualquier otra, algo, lo que sea, todo menos nada. Y la verdad es que ya no me importa si las coincidencias existen o no. Sin importar la razón, agradezco tener este libro en las manos, así me desgarren sus palabras, así tenga que apoyar con fuerza la cabeza contra la almohada para no marearme en cada párrafo, así tenga que luchar con mis manos para que no lo cierren y lo tiren a un lado; haya llegado como haya llegado, llegó en el momento justo.

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