Experiencias de Análisis I
I
Cuando
se acaba la sesión: “Dejemos así por hoy”
Casi
cinco años después de haber pisado las tierras más lodosas, cochinas,
movedizas, repugnantes, nauseabundas, es decir, las propias, las de mi
inconsciente, hoy me decido por fin a escribir sobre ello. No se trata de una
exposición de aquellos detalles de los que estoy seguro sólo ese
morboso-chismoso que la gran mayoría llevamos por dentro podría sacar provecho:
es sólo una narración en términos superficiales de lo que han sido mis 20.000
leguas de viaje en mi propio pozo séptico. Más bien: es una reflexión sobre
temas puntuales que a lo largo de mi análisis he considerado como vitales para
sostenerlo.
Si me
decido a escribir es por una sencilla razón: soy uno de los pocos jóvenes de
veintiún años que puede decir que ha pasado el 23 % de su vida (5x100%21) yendo a un lugar para hablar de sí mismo. Eso lo digo sin
mucho orgullo; sé bien, y lo retomaré luego, que en el psicoanálisis el tiempo,
los días, los meses, los años, hasta los decenios, no son garantía de nada. Sé
por qué lo digo. Así pues, retomando, creo que mi experiencia es valiosa,
máxime cuando es bien sabido que quienes se atreven a compartirla lo hacen con
excesivo recelo, cuidando demasiado su intimidad, su trabajo, la transferencia
con un posible nuevo analizante, en fin; son todas precauciones muy válidas que
con seguridad ellos podrán argumentar a su manera.
Pero yo prefiero, y me siento autorizado a decirlo,
ir sin ambages: Soy un hijo de puta.
Y
estoy seguro que si usted se diera cuenta de por qué hace las cosas que hace,
lo que de verdad piensa, une los cabos para resolver sus enigmas, llegaría a similares
conclusiones. Como sé que quienes leen esto podrán estar avisados del
inconsciente, no vayan a cometer la estupidez (y no vayan a creer que esto es
una negación) (ni que la anterior fue una doble negación) (ni que la anterior
fue una triple negación) de mirar con lupa el “Soy un hijo de puta”: esto no
tiene nada que ver con las putas, mucho menos con las madres. Lastimosamente el
discurso nos compele a evocar a la madre y a la puta como las figuras que al
converger en una sola y engendrar, hacen del hijo el más indigno de los seres y
a su condición el mayor insulto posible en todos los idiomas que conozco. Es
más, hace poco me di cuenta, sorpresivamente, que los insultos más dárdicos son
los que dan en la diana de la sexualidad del que se pretende ofender, los que
la ponen en tela de juicio. Pero bien, si digo que soy un hijo de puta espero
que entiendan que me refiero a que uno no es tan perita en dulce como quisiera
y cree, lo que no implica, claro que del otro lado no haya cualidades
destacables. Creo que esa es, por mucho, la constitución de la gran mayoría de
sujetos, pues no me atrevo a hacer una generalización: hay gente que es
soberana y enteramente hija de puta.
Pero
bueno, sabiendo bien que la cuestión de hablar sobre mi experiencia en análisis
es magna, hoy sólo quiero referirme a los finales de sesión. Para mí, son los
responsables del progreso en el análisis, lo que lo engancha a uno, lo que le
hace decir a regañadientes “Maldita sea, yo quería seguir hablando” “Eso no es
mío” “Qué horror” “¡Por fin!” “Bajé como tres kilos con esa desahogada (y
quienes me conocen saben que esto sería crítico)”, o simplemente lo que puede
conllevar a un llanto prolongado o a una buena risa, continuada en el
transcurso en bus devuelta a casa. Metámosle un poco de rigurosidad teórica.
Lacan dice, y la imagen de citarlo siempre me recuerda a Ash cuando decía
desesperado “Pikachu yo te elijo”, por aquello del poder de la ratica, su
“Thunderbolt”, “Rayo”, es decir, la luz, un poco de luz lacaniana nunca viene
mal; Lacan dice, decía, que:
“No he dejado de hacer hincapié durante mis
anteriores exposiciones en la función de algún modo pulsativa del inconsciente, en la necesidad de evanescencia que
parece serle de alguna manera inherente: como si todo lo que por un instante
aparece en su ranura estuviese destinado, en función de una especie de cláusula
de retracto, volver a cerrarse, según la metáfora usada por el propio Freud, a
escabullirse, a desaparecer.” Seminario XI, Pág. 51, Ed. Paidós.
Esto
reparte, inmediatamente, las funciones: El analizante habla y el analista
escucha con “atención flotante”, que vaya uno a saber cómo carajos hacen para
mantener callada la voz interna que les indica que deben hacerlo sin
desconcentrarse de lo que el paciente dice; aquellos puntos en los que se puede
pesquisar una evanescencia del contenido inconsciente, que para quienes no
estén familiarizados con el tema puede ser una ocurrencia con respecto a un
hecho (un sueño también es un hecho), un lapsus (“equivocación” al hablar) o un
acto fallido.
El
corte de la sesión, entonces, según Lacan, debe darse en el momento en el que
aparece un mínimo rastro de inconsciente en el discurso del paciente lo que
implica que no está supeditado al tiempo cronológico sino al que Lacan denominó
como lógico: Una cita con un psicoanalista lacaniano puede durar 5 minutos una
vez o 30 la próxima, eso sí, no sea iluso, nunca más de 40. La frase predilecta
de muchos analistas para marcar el corte es “Dejemos así por hoy”. Eso ténganlo
ahí como cultura general.
El
objetivo es pues, que eso no pase de largo, “que se haga más consciente lo
inconsciente” diría Freud, que uno ya no se pueda hacer el pendejo con su
pedacito de materia putrefacta, extraído de las profundidades del pozo halando de
la cadena significante. De ahí mismo deviene la importancia de que el analista
sepa de su deseo: para que no contamine más semejante fétido asunto con la cera,
de olor tan indescriptible como vomitivo, en su oreja. Alguna vez dije, muy
acertadamente, creo, que para limpiar la oreja, hay que soltar la lengua.
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