La literatura bajo la lupa de Foucault
El siglo XX se caracterizó
por ser uno de los más revolucionarios en lo que respecta al desmontaje de
sistemas de pensamiento que hasta ese momento no se habían cuestionado o, en
caso de haberlo sido, habían sabido protegerse de agentes externos. Entre los
autores que comandaron dicha revolución, concebida ésta como la subversión
frente a ciertos valores de la época, se encuentra Michel Foucault, quien con
su obra llevó a las ciencias sociales al estudio del discurso, a la manera como
éste regulaba, enmarcaba, excluía y provocaba cierto tipo de conductas,
manifestaciones y hasta subsistemas de pensamiento que terminaban rigiendo las
relaciones humanas.
No es sorprendente entonces
que Foucault haya recurrido a la literatura en más de una ocasión para dar
cuenta del discurso imperante de una época determinada, ni que tal exploración
hubiera podido arrojar, luego, las bases formales para un análisis del
discurso. En su texto El orden del
discurso, Foucault se refiere al autor, no pensándolo únicamente en su
dimensión literaria, sino como aquel agente que, aun sin saberlo, es transmisor
y receptor del contenido discursivo que regula su contexto.
Una vez creada esta
herramienta, que más que violentar el texto procura extraer de él lo que pueda
servir como material para comprender al ser humano y sus relaciones, es posible
vislumbrar un sinnúmero de detalles en cada obra, que sin tales advertencias,
serían huidizos, incluso para un lector atento. Pero más allá de un ejemplo
concreto, esta metodología literaria, que dentro del discurso literario estaría
enmarcado en la escuela sociocrítica, ofrece las pistas para solucionar
preguntas con respecto a la literatura, entre ellas su relación con el control
social, con el contexto político y social y, por último, con la posibilidad de
evadir la realidad a través de ella.
Pensado a través del filtro
de la teoría foucaultiana el concepto de autor estaría comandando dichas
relaciones. De esta manera, el contrato social y su relación con la literatura,
o si se quiere el control social derivado de un uso especial de ésta, recae
plenamente en el autor: de él depende la continuación de la transmisión de los
valores de su época o la confrontación con ellos, la apología a ciertos tipos
de relaciones o la búsqueda de la fractura de dichos modelos.
Por tal razón es inevitable
toparse con el contexto político para pensar el tema del discurso y su
expresión a través de la literatura. El discurso, según Foucault, se expresa
tanto en lo que se dice como en lo que se calla, en lo que se publica como en
lo que se censura, y cuántas veces, obras de literatura, en apariencia inofensivas,
terminan minando la estabilidad de un régimen político, de un Estado, de una
cultura; pero claro, del otro lado, cuántas obras se han encargado de difundir
valores y prototipos de relación sin siquiera ser conscientes de ello. Ese es
el punto en el que de nuevo aparece el concepto de autor como agente activo en
la ecuación.
Ahora bien, la cuestión de
la evasión como efecto de la literatura o también como objetivo de ésta, vista
desde la lupa de Foucault, es de igual manera derrocada: la evasión no sería
más que un inútil intento de desapegarse de algo que se lleva en el centro de
los huesos. Y así los otros aspectos: el autor es quien se encarga de llevar a
la siguiente generación las semillas de un discurso que en él hizo jardín,
enredadera; es quien tiene el poder de cambiar o mantener las condiciones
sociopolíticas vigentes; todo eso ha sido demostrado por Foucault, pero más
allá de eso, la potencia de su enseñanza reside en delatar la inconsciencia del
autor, su papel activo allí donde él cree que simplemente escribe un cuento, un
poema o una novela. Foucault nos hace caer en la cuenta de que nada de lo que
escriba el autor está por fuera de aquello que el discurso le permite, de los
valores que lo rigen y del contexto socio-político que lo circunda. Aun en la
sensación de máxima libertad, ahí está el autor, siempre encerrado en esa banda
de Moebius que a momentos lo hace sentirse libre genuino y revolucionar, cuando
la verdad su subjetividad está en constante transacción con el discurso en el
que se encuentra ubicado históricamente.
La literatura entonces se
halla en una posición complicada, inestable, siempre al borde de los
desfiladeros del discurso: tiene el poder suficiente para congregar a las masas,
para nutrir las bases del control social; puede hacer perdurar las
instituciones, a la vez que modelar a los individuos según los valores que
resalte; la literatura tiene la fuerza de las ideas que acarrea, y eso es,
precisamente, el otro lado de la balanza: la literatura puede acabar con todo
lo que había construido días atrás. Al fin y al cabo, todo esto dependerá del
lugar en que se ubique el sujeto, el autor, lugar en que se encarna la
literatura.
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