Historia de ancianato

Historia de ancianato

El amor, el sexo y la muerte son tres campos en los que la humanidad nunca ha sabido muy bien qué hacer. Llevamos quién sabe cuántos siglos deambulando entre rituales, códigos, leyes y acuerdos, unos implícitos y otros explícitos, que al final no logran apartarnos de una vez por todas de los vidrios contra los que chocamos con la torpe perseverancia de las palomas.  

Son códigos y reglas que, lo sabemos (y por ende lo tememos), no soportarían un detenido análisis, ni desde la razón, ni mucho menos desde los sentimientos y emociones a los que irremisiblemente nos vemos arrojados cada tanto en nuestra experiencia. Hay algo que no encaja entre lo que empecinadamente se nos exige, y luego nos exigimos a nosotros mismos, y lo que empuja desde nuestros deseos más básicos. 

Decir eso, ciertamente, ya a estas alturas de la historia humana, no es ninguna novedad, pero tal vez por eso sigue siendo tan inquietante y sorprendente cuando estos códigos, tan arbitrarios como insulsos, recuperan algo de su potencia organizadora y legislativa y arrasan con toda su fuerza, basada en nada más que palabras, ese otro campo dominado por el azar, el deseo, la vida y, por qué no, también por la poesía.

En el curso de “Las paradojas del amor en el siglo XXI”, una estudiante contó una historia de amor que me dejó perplejo, justamente por la manera trágica (y por ende cómica, al cabo de un preciso tiempo) en la que se enlazan amor, sexo y muerte.

La historia es la siguiente.

Un hombre mayor, de más de ochenta años, siente una ansiedad inédita en su vida: sabe que en la tarde lo van a llevar por primera vez a un hogar para adultos mayores. Pero es un hombre culto, y sabe lo que significa la palabra eufemismo. Sabe que hay cosas, y más en estos tiempos, a las que cada vez más nos cuesta llamar por su nombre. Lo van a llevar a ancianato, a un lugar en donde sus familiares puedan despejarse un poco de su existencia y continuar con su vida familiar, laboral, amorosa, sin tener que ocuparse tiempo completo de todo lo que inevitablemente viene con la vejez: la rabia, la impotencia, las pastillas multicolores y polimorfas, los olvidos, los olvidos de los olvidos (un ciclo implacable hacia la erradicación absoluta del pasado), las caídas, los calambres, las citas médicas (que terminan convirtiéndose en un plan privilegiado, entre el marasmo con el que cae, el pesado, tiempo, sobre, las manecillas, de, los relojes). Todo eso.

Llegó con su hijo, el único que pudo sacarle el tiempo ese día para llevarlo. Era una casa en Laureles, que le pareció muy bajita a comparación de los edificios de ocho pisos que la rodeaban a los lados. Tuvo la sensación de que para entrar tendría que encorvarse, y mantenerse así, encorvado, mientras estaba en la casa. Un banner amplio sobre la fachada tenía escrito el nombre del ancianato y al lado, la foto de unos ancianos que daban aire de viejos europeos, mostrando sus cajas de dientes, sonriendo, como si fueran felices. El contraste con los viejos que estaban sentados justo debajo del aviso era una calamidad. Cercenados sus cuerpos por las enfermedades (la imagen de uno de ellos sin la pierna izquierda le dio un pinchazo en el alma), “Diabetes”, pensó; cercenado su intelecto por quién sabe qué falla cerebral, los viejos, reunidos en el antejardín de la vieja casa de Laureles, parecían un manojo de plantas agonizantes en busca de cualquier rayo de sol que pudiera calentarlos, por lo menos un poco más. Pero era inútil; lo sabían ellos y lo sabe el sol.

Don Hernando suspira, pero pasito, porque no quiere incomodar a su hijo. Y entonces avanza. Se encorva y entra y trata de sonreír a las enfermeras que lo quieren hacer sentir como en casa. Le indican un camino hacia su habitación y no puede dejar de mirarlo todo. Siempre tuvo ese vicio de entrar a los lugares y hacer un registro minucioso de cada objeto, cada pared, cada fragmento del piso. Se fue aproximando al sector de las habitaciones y resulta que la suya quedaba al fondo de un corredor; tenía que pasar entonces enfrente de 4 habitaciones y no pudo evitar la curiosidad. Cada vez que pasaba por una, miraba hacia adentro y con cada imagen, se iba atragantando de suspiros.

No se imaginaba, y cómo podía hacerlo, esas cosas parecen tener su territorio en la ficción literaria más que en la vida real, que en la última de esas habitaciones, la más cercana a la que sería suya a partir de este momento y hasta el día de su muerte, que no tardó mucho en llegar, que ahí, sentada bajo un rayo de luz privilegiado en la oscuridad gris de la casa, estaba una de las mujeres a quien más quiso cuando tenía 15 años. Se quedó petrificado mirándola, mientras que la enfermera y su hijo, lo supo por cómo sintió que lo miraban, se sonreían un poco, tal vez pensando con algo de risa tierna que era imposible que un viejo como él fuera a quedar flechado por una viejita.

Margarita estaba muy concentrada haciendo una sopa de letras, mirando con un ojo cerrado el libro, para poder enfocarlo mejor y no se le hicieran sopa las letras. No se dio cuenta de que tres personas la miraban desde la puerta y se dedicó con mucha alegría a señalar la última palabra que le faltaba para terminar la página de partes de carros: R A D I A D O R.

-Venga Don Hernando le muestro la habitación para que se acueste bien rico y descanse bien sabroso, usted no se me preocupe que yo ahoritica le traigo un tintico y le cuento todo de la casa - y tomándolo por el codo, la enfermera lo empujó levemente hacia adelante.

Don Hernando suspiró, esta vez sin poder disimular. Ninguno de los dos, ni la enfermera ni su hijo, supieron escucharlo. A Don Hernando lo acostaron en su nueva cama y empezaron a hablarle de un montón de cosas que no entendía, ni le interesaban.

-Tú sabes padre que esto lo hacemos con todo el a…
-Hijo, ¿cómo se llama la enfermera? - le preguntó, aún estando ella presente.
-Yuliana, mucho gusto Don Hernando.
-Ah…¿usted sabe cómo se llama esa mujer, la de la pieza que está aquí pegada?
-Ayyyy, mirálo pues tan coqueto este Don Hernando…
El hijo le sonrió a su papá con complicidad masculina.
-Se llama Doña Margarita, ¿por qué? ¿Le gustó? Ahorita les hago los cuartos si quiere, Don Hernando…
Y entonces Don Hernando volvió a suspirar con una sonrisa:
-No será necesario, no será necesario…

II

Doña Margarita y Don Hernando se pasaban las tardes enteras hablando, recordando la historia de su amor, que no sabremos nunca cómo fue y que quedará en cada uno de nosotros la posibilidad de imaginar. Lo que sí sabemos es que efectivamente algo los separó de una manera brutal durante muchísimos años, en los que se perdieron de vista y en los que no sabían absolutamente nada del otro. Y también podemos deducir que si  efectivamente, al otro día, Margarita quedó igual de petrificada cuando lo vio cruzar con paso lento hacia la mesa en la que servían los desayunos, es que aún se recordaban como un episodio importante en sus vidas. Que no se fueron indiferentes y que tal vez ni siquiera imaginaron que ese amor del uno por el otro, podría llegar a sobrevivir durante tantos años. 

Y es que se querían. Se les notaba. Madrugaban para verse, desayunaban juntos, almorzaban juntos, comían juntos, veían las novelas juntos, escuchaban a Los Visconti juntos, intentaban trasnochar juntos, aunque casi nunca llegaban más allá de las 8:30 de la noche, hora en la que alguno de los dos caía irremediablemente dormido en su silla… no querían perderse ni un segundo de la vida del otro. Las enfermeras no paraban de hablar entre ellas y en sus respectivas casas de la belleza de esa historia: “Cómo es que se van a volver a encontrar en un hogar, qué hermosura”, y con seguridad también habrán dicho (en estas tierras esos artificios los llevamos en las venas) “¿Sí ve? Dios sabe cómo hace sus cosas”, “Todo pasa por algo”, “Yo le ruego a mi Diosito que eso me pase si me quedo soltera”, en fin.

Pero la percepción de la belleza no es un don dado a muchos. Los hijos de Margarita, Isabel e Iván, uno de los días que fueron a visitarla, vieron que estaba sentada, muerta de la risa y sin su caja de dientes (había recobrado la confianza que tuvo hace más de 70 años con Hernando), hablando con un hombre que no les dio buena espina desde el principio. Indagaron quién era, y hace cuánto había llegado. Yuliana, en un acto de solemne ingenuidad, les contó la historia con su alegría y desparpajo por la que reconocían en todas partes.

-¿No les parece una belleza esa historia de amor?

Pero ni a Isabel ni a Iván les hizo gracia, ni veían belleza alguna en que su mamá estuviera coqueteando con un hombre distinto a su fallecido padre. Les pareció una ignominia, un vejamen a la imagen del muerto, una ofensa a la vida pasada, una insolencia con su viudez, una mancha en su historia familiar, una falta de pudor con la vejez.

No lo dudaron ni siquiera un día. Es más, ni siquiera un minuto. Las palabras fueron contundentes.

-Mi mamá se va hoy mismo de aquí. Empáquele sus cosas, por favor.

De nada valieron las palabras de Yuliana, ni las de la dueña del hogar; tampoco valieron las de su mamá, Margarita, en su momento, ni mucho menos las de Hernando, que apenas si pudo articular una frase después de que veía cómo otra vez la vida lo alejaba de Margarita. Pero así fue. A Margarita se la llevaron con el corazón destrozado y sin ganas de vivir a otro hogar, lejos de la vida que había reencontrado con Hernando. Él, por su parte, dejó de comer y de tragarse las pastillas. Cada vez que le daban una, jugaba con ella en la lengua, así el sabor amargo le dieran ganas de vomitar. Salía la enfermera y entonces él simulaba una tos, sacaba un pañito de la caja que tenía al lado de la cama y escupía la pastilla en él; se quedaba con el papel y la pastilla envuelta en la mano, aferrándose a su último deseo, esperando que nadie se diera cuenta de que había decidido morir.

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