Un cigarrillo con Lluvia
Está de madrugada. Son las 4:30 de la mañana y Lluvia, mi gata, acaba de subirse a mi cama oliendo fuertemente a ceniza de cigarrillo. No pude volver a dormirme porque me quedé pensando desde hace cuánto le dio por fumar a escondidas nuestras y qué la habría llevado, por fin, a tomar el buen vicio del fumar. Me quedo mirándola, entre el sueño, el reproche cómplice y la curiosidad. Ella me mira de la misma forma, pero en versión gato. Nos quedamos así, estáticos y entonces mi sueño se disipa completamente. Ya no puedo dejar de pensar en qué piensa Lluvia cuando fuma a escondidas nuestras y si le gusta más fumar con la pata izquierda o con la derecha, si sabe dónde se deben echar las cenizas, si se entretiene como yo viendo el humo lento trepando por los hilos de luz que arroja el bombillo del balcón, si prefiere hacerlo sola o con Bobby, mi otro gato.
El buen fumador, no el que consume 15, 20 o 25 cigarrillos diarios, sino aquel que tal vez queda satisfecho con uno o dos bien fumados, sabe que cada cigarrillo es un ritual minucioso para sopesar cada gramo de la existencia, y eso sí que se le da a los gatos. La verdad es que no sé por qué ella se había demorado tanto en empezar a fumar.
Tampoco entiendo por qué no se me había ocurrido, pero le hice la pregunta en voz alta:
¿Estabas fumando?
Me respondió con un maullido que no me dejó dudas, y luego se puso a ronronearme y a levantar mi mano derecha con su hocico húmedo. Era, obviamente, una invitación al balcón. Está temprano y esta es mi primera decisión del día, pienso. Decido seguirla a ver qué quiere, y bueno, aquí estamos, los dos, sentados tranquilamente mientras yo me fumo mi primer cigarrillo del día, y ella, su segundo.
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