Historia de calle
Acabo de llegar a la oficina. Son las 8:04. Hace diez
minutos hice algo sin pensar y me alegro por ello. Estaba leyendo en el bus el
libro nuevo que compré, Cartas a un joven
novelista de Vargas Llosa, y en
un momento determinado salió esta frase ¿Qué
origen tiene esa disposición precoz a inventar seres e historias que es el
punto de partida de la vocación de escritor? Creo que la respuesta es: la
rebeldía. Estoy convencido de que
quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la
realidad manifiesta de esta indirecta manera su rechazo y crítica de la vida
tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que
fabrica con su imaginación y sus deseos. En ese momento llegué al lugar en
donde supuse me tenía que bajar, pues era un bus distinto al que siempre cojo y
ya se me había olvidado en qué cuadra del centro, todas tan iguales, debía
descender. Bajé del bus y me vi detrás de una joven rubia, muy bonita. Tenía
dos mariposas, ciertamente mañés, estampadas en la piel de su hombro izquierdo,
que estaba descubierto y por ese efecto de su blusa semicaída parecía que las
mariposas venían desde su espalda e iban a salir volando de su cuerpo a quién
sabe dónde.
El caso es que seguí caminando detrás de ella, los dos teníamos que
ir calle arriba. No habíamos caminado más de cinco metros cuando un círculo de
hombres, todos funcionarios de la Alcaldía de Medellín, y los reconozco por sus
uniformes grises que los identifican como trabajadores en pro del espacio
público, tremenda ironía, la saludaron lascivamente, con la cabeza ladeada
hacia abajo, recorriéndole todo el cuerpo con la mirada mientras le decían
“Buenos días mi amor”. Ya lo dije. No pensé y me alegro por ello: las palabras
que salieron de mí tenían un tono de reproche claro: “Respétenla hombre…”. El
señor que había dicho el “Buenos días mi amor” me respondió, luego de una
repentina estupefacción que nos embargó a todos: “Buenos días caballero, a
usted también lo saludamos”. Pero yo ya había dicho suficiente, seguí en
silencio aunque con el corazón retumbando. La mujer simplemente se volteó para
mirarme cuando pasé a su lado, tal vez con curiosidad de saber quién había hablado
(sin saber que no fui yo quien lo
hizo), quién había sido el que había roto el silencio y la costumbre gracias a
la cual en esta ciudad, los hombres, con la aceptación muda de ellos mismos y
de las mujeres, pueden decir y hacer del cuerpo de ellas lo que les plazca.
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