La mujer reinventada



La mujer reinventada
I

“La mujer como mal necesario encasillado en las actividades
sin brillo, ser inferior sistemáticamente desvalorizado o despreciado por los hombres: tal es el modelo de la  <<primera mujer>>”
Gilles Lipovetsky
‘La tercera mujer’ Pág. 216

Soledad nació en Fredonia, en una noche particularmente fría, por allá en el año 1930. Su padre era un militar de alto rango en el pueblo y desde siempre le inculcó a su hija unos fuertes y tajantes valores católicos: amar a Dios sobre todas las cosas, respetar a la Santa Madre Iglesia y aplicar siempre las enseñanzas de Jesucristo. Como su padre debía viajar a pueblos aledaños y a la capital del departamento, fue su madre, una dedicada ama de casa, quien se encargó de criarla e inculcarle otra infinidad más de costumbres, de las reglas básicas para la convivencia y de la manera como hay que comportarse en este mundo.

Cargando todo este peso en su espalda, no era extraño que el momento en el que Aníbal se fijó en ella causara el estupor que causó. La primera vez que se encontraron fue en la Iglesia, un domingo en el que el cielo estaba azul y auguraba un resto de día espléndido: las familias almorzarían en los estaderos que los más emprendedores habían empezado a fundar y, luego lo más probable, es que todos se recluirían en sus casas o en las de sus vecinos para resguardarse del frío y tener una conversación tranquila con una taza de chocolate agarrada con ambas manos. El momento preciso en donde quedaron prendados el uno del otro fue cuando ella recibió la comunión y se volteó para volver a su silla: sentado en la primera banca encontró a un hombre elegante, joven y tranquilo que la miraba de una manera que no pudo descifrar. Jamás podría llegar a olvidar esa mirada; siempre la tuvo ahí, grabada entre la parte de adentro de sus párpados, al punto que podemos decir que la acompañó hasta su muerte.

Semanas después, recibió la noticia por parte de su padre: había llegado el momento de casarse con un tal Aníbal Fierro

-¿Cómo se llama?
-Lucía. ¿Es hermosa, no cierto? – preguntó Soledad retóricamente mientras que pasaba el dedo índice de un lado a otro de la nariz de su hija.- Mírele esos ojos y esa nariz, es un angelito de Dios. Venga présteme su mano; tóquele esta piel tan suavecita.
-Sí es hermosa, se parece mucho al papá.- dijo Esther. -¿a qué horas es que llega? No vaya a ser que me vea por aquí de metida.
-Tranquila mija, él sabe que usted es mi amiga. Él está muy agradecido con usted por ayudarme a dar a luz a Lucía.
Aun así, Esther decidió abandonar la casa, los ataques de furia de Aníbal a veces la dejaban pálida del pavor; no quería ni imaginarse cómo sería con su esposa cuando estaban solos, aunque podía hacerse más o menos  la idea: cuántos habían sido los relatos que Soledad le había contado según los cuales así, sin ton ni son, Aníbal le mandaba una cachetada a la cara. ¿Cómo entender que ese hombre que en la plaza se comportaba de una manera tan refinada pudiera tener esas costumbres tan burdas en su propia casa? Sólo quedaba suspirar: “Hay que entenderlos Soledad, ellos trabajan mucho y sostener una familia es muy difícil mija. Procure atenderlo bien pa’ que no se ponga bravo, manténgale comidita, no descuide a los niños y verá que a él se le mejora el genio.” Esas eran las únicas palabras que a Esther se le ocurrían para contener las lágrimas de Soledad, cuando éstas emprendían su difícil travesía entre hinchazones y hematomas.

II
“[La mujer] Potencia civilizadora de las costumbres, dueña de los sueños
masculinos, <<bello sexo>>, educadora de los hijos, <<hada del hogar>>…A partir de la potencia maldita de la mujer se edificó el modelo de la <<segunda mujer>>, la mujer exaltada, idolatrada…”
Gilles Lipovetsky
‘La tercera mujer’
Pág. 217

-Lucy, amada mía, este poema es para ti, mi amor – gritaba con fuerza Álvaro desde la calle, dirigiéndose  al balcón de la alcoba de Lucía.
Dentro de la casa Lucía daba vueltas en la habitación, llena de ansiedad y con una sonrisa en la cara.
-Ni se te ocurra dejarte ver Lucía, no vayás a ser tan fácil pues, esperáte a ver qué hace después de que termine ese poema.-le decía enérgicamente su amiga Lucero.
-¿Si lo ves tan lindo? Por más que yo no salga él sigue ahí, como si sintiera que lo estoy escuchando, que vale la pena quedarse.
-Sin afanes, sin afanes querida que después se te escapa.

Luego de semejantes demostraciones de amor, ¿qué mujer no daría el sí inmediato a la propuesta de matrimonio? En cierta medida, Lucía se sentía supremamente afortunada con que, luego de haber llegado a Medellín, sus padres se hubieran actualizado un poco en las costumbres y no fueran tan drásticos en las medidas con respecto al asunto del matrimonio y el amor en general. Si bien su padre, ese hombre tan apacible como siniestro, nunca le permitió una cita a solas con Álvaro, sí le permitió decidir con quién casarse. Grandísimo avance. Además no sobra decir que por ese entonces, en los años setentas, las mujeres colombianas tenían, de pronto, un reconocimiento mayor por parte de la sociedad: en la televisión se presentaban comerciales con ellas como protagonistas, se hablaba de su todavía novedoso derecho al voto, su importancia para la construcción de la sociedad desde el cuidado de los infantes, se resaltaba cómo en ellas estaba un poder nunca antes descubierto para educar la sociedad.

Lucía, feliz y recién casada, se dedicó a ser profesora de lengua castellana: había un mundo que educar y una casa por cuidar.  

III
“Nuevo modelo que se caracteriza por su autonomización en relación con la influencia que tradicionalmente han ejercido los hombres sobre las definiciones y significaciones imaginarios sociales de la mujer…la tercera mujer supone una autocreación femenina.”
Gilles Lipovetsky,
‘La tercera mujer’
 Pág. 218 – 219

Cuando la abuela Soledad, o Sole, como le llamaban sus nietos, abrió la puerta del cuarto de Alba y se encontró con semejante espectáculo carnal, con ese par de cuerpos que en su enredo parecían uno, no pudo contener un grito, de esos que en los libros denominan “ahogado”. Es difícil explicar cada una de las ideas que se agolparon en su cabeza debido a la impresión de la imagen. Sin embargo, cuando Sole fue cuestionada por su nieta Alba, años después del penoso suceso y habiendo pasado el tiempo suficiente que necesitan todas las cosas para generar risa, respondió:

-¿Que qué pienso? Pues qué más va a ser mijita: ¡Pena ajena, indignación! Usted estaba muy chiquita pa’ esas cosas. Toda su generación se comió el postre antes que el seco.

Cada vez que su abuela Sole le contaba esa historia Alba se partía de la risa. Le gustaba recordar cómo había sido todo con Pedro, su novio actual. Aún tiene presente en su cabeza el momento en el que lo vio en la discoteca del Poblado. Recuerda cómo, a pesar de sus ganas de ir a su mesa, se obligó a permanecer sentada en la barra, fingiendo que estaba sola mientras que sus amigos se encontraban bailando en la esquina opuesta. Y sin embargo, tomó la iniciativa. Agarró su saco, su bolso y se encaminó con paso decidido hacia la salida. Pedro, que la miraba cautelosamente, al sentir que su oportunidad se escapaba, la siguió. Había caído en la red.
-Hola…-dijo Pedro con su torpeza habitual.
-Me estabas mirando mucho… ¿te gusté o qué?
¿Qué hacer ante esta forma tan directa? ¿Es que acaso todas las novelas que leía le habían mentido sobre cómo se debe entablar una conversación con una mujer? ¿Dónde quedó el protocolo, la pausa? ¿No era él quien debía tomar la iniciativa? Pero Pedro era inteligente y le respondió riendo:
-No, la verdad no tanto. Lo que me atrajo fue la candela que llevás en la mano izquierda, prestámela-. Sacó un cigarrillo en medio del asombro de Alba, lo prendió y luego de botar la primera bocanada de humo dijo:
-Pero bueno, ya entrados en gastos ¿cómo te llamás, qué hacés, cuántos años tenés?
Alba sonrió: por fin un hombre inteligente y con buen humor, que se distanciaba a primera vista de toda la manada de bestias masculinas que todavía pensaban que con piropos, canciones y poemas se podría conquistar a una mujer. ¿Qué seguiría a partir de ahí? ¿A quién le importaba? En esos momentos las únicas palabras que rondaban por su cabeza eran las de un poema que había compuesto hace algunos días:

“Yo soy yo y veré qué hago.
Pobre mi Sole, tan sola en su estrago.
Yo soy yo y elijo mi vida
Pobre mi Lucía, viviendo una mentira
Yo soy yo y me reinventó
Ya no soy del hombre un suplemento”

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